Nombre: Ignacio A
Ubicación: Argentina

lunes, julio 17, 2006

Thomas Merton - Santa Teresita del Niño Jesús


Dice Merton en La montaña de los siete círculos:

El gran regalo que se me dio, ese octubre, en el orden de la gracia, fue el descubrimiento de que la Florcita era realmente una santa, y no una santa muda, como una muñeca en las imaginaciones de muchas ancianas sentimentales. No sólo era santa, sino una gran santa, una de las mayores: ¡tremenda! Le debo toda clase de disculpas y reparación por haber ignorado su grandeza durante tanto tiempo; pero para hacer tal cosa necesitaría un libro entero, [...]
Nunca fue, ni pudo ser, sorpresa para mí que se encontraran santos en la miseria, dolor y sufrimiento de Harlem, en las colonias de leprosos como Molokai del padre Damián, en los barrios bajos del Turín de Juan Bosco, en los caminos de Umbría de la época, de San Francisco, o en las ocultas abadías cistercienses del siglo doce, o en la Cartuja Mayor, o la Tebaida, la cueva de Jerónimo -con el león haciendo guardia a su biblioteca-, o el pilar de Simón. Todo esto era evidente. Estas cosas eran reacciones fuertes y poderosas en edades y situaciones que exigían heroísmo espectacular.
Pero lo que me asombraba completamente era la aparición de una santa en medio de la fealdad y mediocridad hinchada, aterciopelada, recargada y cómoda de la burguesía.
Teresa del Niño Jesús era carmelita, es verdad; pero lo que llevó al convento consigo fue una naturaleza formada y adaptada al fondo y mentalidad de la clase media francesa de finales del siglo diecinueve, más complaciente y aparentemente inmutable, de lo cual nada podía imaginarse. Lo que parecía más o menos imposible para la gracia era penetrar en la costra espesa y elástica de la presunción burguesa y asir realmente el alma inmortal de debajo de aquella capa, a fin de hacer algo de ella.
En el mejor de los casos, pensaba yo, tales gentes pudieran resultar inocuos pedantes, ¿pero santos de verdad? ¡Nunca!
En realidad, un pensamiento tal era un pecado contra Dios y mi prójimo. Era una subestimación blasfema del poder de la gracia, un juicio extremadamente poco caritativo sobre toda una clase de gente, con fundamentos poco meditados, generales y algo nebulosos: ¡aplicando una gran idea teórica a cada individuo que cae dentro de una cierta categoría!
Primero me interesé en Santa Teresa de Lisieux, leyendo el sentido libro de Ghéon sobre ella: un afortunado principio. Si hubiese dado. con alguna otra literaratura de la Florecita que anda circulando, la débil chispa de devoción potencial en mi alma se habría apagado al momento.
No obstante, apenas tuve una débil impresión del carácter real y de la real espiritualidad de Santa Teresa, cuando inmediata y fuertemente me sentí atraído a ella... una atracción que era obra de la gracia, puesto que, como digo, me hizo franquear de un salto miles de obstáculos y repugnancias psicológicas.
Y he aquí lo que me sorprende como lo más fundamental de ella. Llegó a santa no desertando de la clase media, no abjurando, despreciando y maldiciendo la clase media, o el ambiente en que había crecido; por el contrario, se pegó a él en tanto puede pegarse una persona a tal cosa y ser una buena carmelita. Conservó todo lo que era burgués en ella y todavía no incompatible con su vocación: su afecto nostálgico por una graciosa quinta llamada
"Las Buissonnets", su gusto por el arte completamente almibarado, por los angelitos de azúcar y santos de pastel jugando con corderos tan suaves y vellosos que -literalmente- crispan los nervios a la gente como yo.
Escribió una serie de poemas que, sin importar lo admirable de sus sentimientos, se basaban ciertamente en los modelos populares más mediocres.

Para ella habría sido incomprensible que alguien pensara que estas cosas eran feas o extrañas, y nunca se le ocurrió que tuviera que abandonarlas, aborrecerlas, maldecirlas o enterrarlas bajo un montón de anatemas. Y no sólo llegó a ser santa, sino la mayor santa que ha tenido la Iglesia en trescientos años... aun mayor, en ciertos aspectos, que los dos tremendos reformadores de su orden: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila.
El descubrimiento de todo esto fue, en verdad, una de las humillaciones más grandes y saludables que he tenido en mi vida.
No digo que cambiara mi opinión de la presunción de la burguesía del siglo diecinueve, ¡Dios no lo quiera! Cuando algo es repulsivamente feo, es feo, y así es. No me encontré llamando bello lo exterior de esa cultura fantasmagórica. Pero tenía que admitir que, en cuanto a, santidad se refería, toda esa fealdad exterior era, per se, del todo indiferente. Y, más aun, como todos los males físicos del mundo, podía servir muy bien, per accidens, de ocasión o hasta de causa secundaria de un gran bien espiritual.
El descubrimiento de un nuevo santo es una experiencia tremenda, tanto más porque es completamente distinto del descubrimiento de una estrella musical y de cine. ¿Qué puede hacer uno con un nuevo ídolo? Mirar su fotografía hasta marearse. Eso es todo.
Pero los santos no son objetos inanimados de contemplación. Se hacen nuestros amigos; participan de nuestra amistad, la corresponden y nos dan inequívocas muestras de su amor por nosotros mediante las gracias que recibimos a través de ellos ...